jueves, mayo 31, 2007

La esperanza de Dios

Cristo Yaciente, Andrea Mantegna.


El hombre crea a Dios para buscar convertirse en él (...)
Dios es el eco de nuestro grito de dolor (...)
La conciencia de Dios no es más que la conciencia de la especie.
Ludwig Feuerbach

Creo que es algo innato a la naturaleza; los zoólogos le llaman el "macho alfa". Es algo que aparece constantemente en los hombres. Yo, como la mayoría, no era la escepción. Quería ser el más inteligente de todos, comprenderlo todo. Siempre he creído que la superioridad está en la mente. Quería ser Dios.

Era un experimento peligroso, nunca me fue ocultado. Sabrás que los seres humanos utilizan una mínima parte de su cerebro. Debes saber que los científicos piensan que se debe al periodo de evolución en el que se encuentran. Creen que en algún momento llegarán a utilizarlo todo; no es verdad.

Saldrá a la luz, ya lo verás. Explicarán de qué se trata el experimento y qué piensan lograr con ello. La iglesia católica, obviamente, fue la primera religión en oponérseles. Pensaban que era peligroso. Mucha gente estará de acuerdo, entre ellos tú, pero el poder que un cerebro completamente funcional representa para los gobiernos y la estabilidad religiosa les provocó rechazarlo, apelando a los principios religiosos, a los derechos humanos y a muchas normas jurídicas y morales.

Un día, en el siguiente mes de mayo, se acercó a mí Ludwig Barthes. Ya lo conoces. Me dijo que él era parte de los científicos que buscaban hacer aquél experimento que estaba causando tanta controversia a nivel mundial. No necesitó venderme la idea; a pesar de lo peligroso que resultaba ser el conejillo de indias, acepté sin dudar un instante. Ni siquiera medité la cuestión de por qué era yo al que le ofrecían la superioridad en la especie. Ellos, por su parte, nunca meditaron sobre lo que pensaría yo si su experimento resultaba exitoso. ¿Ludwig confía en tí, no es cierto?

Al siguiente día estaba en un laboratorio pequeñísimo, tendido sobre una cama. Lo primero que hicieron fue inyectarme una aleación altamente conductora de la electricidad en la yugular. Mi cuerpo comenzó a desestabilizarse. Se apresuraron entonces y conectaron a mi cabeza 3467 cables. Comenzaron a pasar descargas eléctricas por mi cuerpo hasta que me hicieron desmayar. Justo en el momento en que la comprensión absoluta estremeció con una violenta inmediatez mi conciencia, desaparecí.

Nunca encontrarán la explicación científica y, desgraciadamente, el problema que creyeron les sucedió con mi desaparición los alejó por siempre de realizar el experimento nuevamente.

Es otro tiempo el que transcurre cuando eres Dios, no lo podrías comprender. Espero sólo que comprendas la espera, una espera que no se podría contar con el número más alto que ustedes conocen. Y es que no hay nada más detestable que ser Dios. No hay nada que hacer ante la comprensión absoluta, ante la soledad del ser.

Creía aquél Dios que la existencia sería menos dolorosa ante el espectáculo de la sorpresa ajena. La sorpresa tiene, sin embargo, un límite, y ese límite era inferior a Dios. Es para tí como ver por siempre una misma película que tú produciste enteramente. Pero Dios tenía un objetivo más allá de su película. El objetivo eras tú. ¿Has visto como los personajes cobran una vida que rebasa la existencia del propio autor? Ese fui yo.

Dios esperó entonces a que mi existencia fuera igual a la de él. Cuando estuvo frente a mí entendí el acto que mi responsabilidad conllevaba y lo convertí en hombre.

Nunca se borrará el hecho de que fuimos Dios. El hombre, sin embargo, con el tiempo llega a la senectud y sus capacidades mentales decrecen considerablemente. Olvídate entonces de ser Dios. Olvídate aún de los dioses. Cuando Barthes te ofresca ser el sujeto en el que se realice el experimento di que no, y permíteme volver a ser, una vez más, un ser humano.

Hombre sin nombre

Joseph Mallord William Turner.

ya no eramos marineros habiamos quitado al inmenso desierto azul el poder de adjetivarnos no se con precision el por que tal vez haya sido ese pedazo de tierra que se estrello contra la nave anunciandonos que no eramos aquella nostalgia colonialista que nunca vivimos y que probablemente en realidad nunca existio que nos hizo comprender que el viento y las velas no podian sustituir a nuestras piernas cambiamos la embriaguez de pertenencia por la realidad humana de naufragio absoluto nos despojamos de todo velo y nos echamos a la existencia con la soberanía de nuestros pies comprendimos que los significados eran una invencion y arrancamos con el filo de una navaja las anclas que la ficcion habia clavado en nuestros cuerpos hicimos que el inmenso horizonte de arena nos acogiera en su calida soledad solo nos acompañaba ese fulgor asesino que engaña con su halo de gas apenas perceptible que nos enseño la naturaleza de matar y el suave sabor a miel de la redondez de la terrible espera

nos convertimos en lobos en una jauría de cuardumanos tan solo hambrienta el hambre y la sed se convirtieron en nuestros motivos la razon se subyugo a las delicias de la carne fresca y la imaginacion solo fantaseaba con los futuros banquetes ya no eramos marineros ya no eramos nada tan solo eramos nosotros fue asi que sin palabras llegue a conocer realmente quienes eran los seres que izaban las velas despues de una noche a merced de la ira del atlantico fue asi como me converti en un hombre fue asi como descubri quien soy realmente decir con palabras quien soy seria inutil seria una perdida de tiempo las palabras no sirven para nada como de nada sirven las empresas marinas

no trato de convencerte de nada pues ya no tengo ningun deseo politico para ti ya no soy un hombre tampoco intento dar alguna explicacion esto es tan solo la ultima estructura que me quedaba

Cuerpos de arena


Había en la antigüa Grecia una disputa entre varios filósofos presocráticos que trataban de encontrar y explicar el elemento genésico, el elemento que era el orígen del todo. Si se les pregunta el día de hoy a los científicos dirían que, cuando menos, el elemento biogenésico, el que dio origen a la vida, es el agua. Pero el agua es un elemento que, cuando menos en su estado líquido, es muy difícil de encontrar en el universo. Nuestro mundo, sin embargo, está constituído, cuando menos superficialmente, de una inmensa mayoría de agua. La pregunta es: ¿de dónde surge el agua?
Hay dos analogías que me gustan mucho. La primera, la científica, surgió cuando un grupo de hombres quiso hacer una nueva teoría biológica. Ellos utilizaron una metáfora muy bonita, una metáfora que para ellos era una explicación literal: tomaron la mitología griega para decir que la tierra era, como tal, un ser vivo. Gaya, la tierra, era en sí una inmensa célula. Entonces todo lo que la conforma, incluidos nosotros los humanos, seríamos organismos que la componen. Parecería que esta teoría es una analogía de la tierra con los seres vivos, sin embargo a mí me parece lo contrario: los seres vivos somos una analogía de la tierra. La segunda se encuentra en el libro del Génesis en la Biblia. Y es que, a pesar de ser ateo, la imagen de Adán siendo creado de lodo me parece magnífica. Y es que somos agua, científicamente está provado que somos agua que parece estar encerrada en la tierra.

Tengo que repetir que no soy un hombre religioso. La ciencia es, en estos días, la religión más objetiva, es, sin embargo, una religión. Así puedo decir que utilizo a la ciencia sólo para acercarme a tí, para que tu aceptes como razonables las ideas que intento explicar. Simpatizo con el conocimiento intuitivo. El conocimiento intuitivo se ha convertido para mí en lo más importante para poder asimilar los fenómenos y los objetos del mundo. Dicen que las palabras son la convención que nos hace entender al mundo, yo, sin embargo, no las necesito, sólo las utilizo para poder comunicarme contigo.

La tierra es como la piel, es una metáfora que ya se ha convertido en lugar común. El agua se encuentra contenida en ella. La pasión es como el fuego, otro lugar común. El aire se produce con el movimiento, con el aliento que produce el cuerpo en movimiento. Los lugares comunes, sin embargo, no sólo existen debido a que se han convertido en una convención, sino que tienen por sí mismos un conocimiento intuitivo común entre la mayoría de los individuos.

Yo veo, en mi imaginación, a la tierra que se mueve al rededor del fuego y, al mismo tiempo, la piel girando al rededor de la pasión. Es el fuego y su fuerza gravitacional la que hace que la tierra se mueva y se mezcle con otra tierra, y se friccione. De entre esa copulación de la tierra brota agua, una agua que es de distinta salinidad y que se mezcla, de una dulzura morena y una dulzura cobriza que se combinan, creando un nuevo sabor. Y del movimiento surge el aire, el viento que danza con el calor y evapora el agua que es elevada y copula, a su vez, con el aire.

Es de los elementos en acción, de los elementos que se funden en la intimidad de la imaginación natural que surge la vida. No de la tierra, solamente, de donde surge el agua, ni del fuego, ni del aire, es de su comunión sexual.

La muerte viene cuando los elementos se separan. La tierra deja de ser movida por el fuego y, a falta de movimiento, el aire deja de ser viento, y el agua se seca y se convierte sólo en agua. Tierra, agua, fuego y viento se individualizan y dejan de actuar, dejan de copular entre sí.

Creo que lo que quiero decir es que la salinidad de mi tierra y la dulzura de la tuya se complementan a la perfección, o al menos es lo que creo. Decir eso significa que para mí eres la vida, que no tengo vida sin tí. Nuestros cuerpos son de arena y yo quiero diluírme en tí.

-- No creo en lo que acabas de decir, darling. No por ello niego que lo que acabas de decir sea bellísimo. Yo también te deseo, y creo que te hubiera bastado con un te quiero.

miércoles, mayo 09, 2007

El gaucho


... linda rastra, linda.
Polo Polo
I.- "... jugar a los naipes, embriagarse y robar" (Álvarez 72)

Mi nombre no importa, lo perdí aquella noche en la que, en un local de Buenos Aires, descubrí mi verdadero destino.

Yo era como cualquier otro jóven porteño de padres criollos: educado en la historia, conocedor de la ciencia, instruido en las técnicas del arte. La posibilidad de cambiar al mundo se había convertido en una obsesión para mí, y creía en la habilidad de mi pluma, en mi destreza en la ejecución musical en el piano y la guitarra. A menudo fantaseaba con vitoreos en francés, o con palabras de admiración de los más importantes próceres argentinos. La verdad era que estaba sumido en la más patética soledad. Había aún perdido la capacidad de observar y sólo obtenía consuelo de la imaginación fantasiosa. Estaba desesperado.

Era sábado, y salí del rincon de mi buhardilla para tomar rumbo a través de las calles de aquella tumultosa ciudad. Tenía trazado el camino; iba a jugar a los naipes. Los naipes ponían todo en perspectiva, eran una ironía... divertida. Teníamos, todos los que cada sábado visitábamos aquél lugar, una pericia matemática en las decisiones que se deben tomar en el juego. Así, todo era cuestion de una extrañísima energía que algunos le llaman suerte. Era lo contrario a la vida; aquí no importaba el color de tu piel o dónde habías nacido.

Entre todas las caras conocidas se escondía una en un rincón, cuyos rásgos se dejaban apenas iluminar por una luz tenue que se perdía en la oscuridad de las sombras que se proyectaban en su cara. Creo que lo que más me llamó la atención fueron unas monedas de oro, extrañísimas, que colgaban de la rastra que rodeaba su cinturón.

Aquél hombre miraba inquieto, con una especie de melancolía, la mesa donde me fui a sentar. Frotaba sus manos por un rato y luego prendía un cigarrillo. Lo consumía, lo tiraba al suelo, volvía a frotar sus manos por un rato y luego volvía a enceder un cigarrillo. Nosotros jugábamos. Terminábamos una mano y volvíamos a empezar. Domingo llevaba la delantera en las apuestas. Yo iba perdiendo dos reales; no mucho, sin embargo con ello podía comprar... ¡no sé! Un becerro tierno.

Faustino sonrió. -- Ya no podés quitarme más plata --dijo -- a menos que les quede debiendo. Yo le pago al que me preste la siguiente semana -- concluyó. La negación de todos los presentes no se hizo esperar: ¡pero es que vos estás piantao! Faustino se levantó, nos dijo que la siguiente semana nos vería y recuperaría lo perdido. Luego se marchó.

El gaucho dejó su lugar con decisión y caminó hasta nuestra mesa. Se sentó sin decir nada en el lugar vacío que había dejado Faustino y puso su peaje en el centro de la mesa.

-- Si perdés, perdés -- le dije intentando evitar algún conflicto.

-- No hay problema... yo le pertenesco a la suerte; desde cebollita me entregué a ella.

Los dos reales fueron incrementándose rápidamente. El dinero no era un problema, no me preocupaba. Pero Faustino parecía estar muy molesto; quería salir de ahí con los bolsillos llenos. Cada vez bebía con mayor desesperación. Se servía más rápido. Bebía más allá de saciarse; como si estuviera herido, como si delirara y ya no hubiera mañana.

Sólo se requirió la más mínima muestra de su enojo, la menor sugerencia envuelta en rencor.

--Debes estar haciendo trampa-- dijo. Nosotros comprendimos, nos quedamos atónitos y esperamos la respuesta del gaucho que no se hizo esperar. Golpeó la mesa con sus nudillos y le respondió que le iba a partir a piñas, que le iba a romper el horto con los puños. Faustino rió, mitad nervioso, mitad intimidante. El hombre se levantó con la naturalidad de una bestia que va a devorar a una fácil persa, se acercó a Faustino que, temeroso, no pudo ni ponerse en pié, sacó un cuchillo que tenía sujeto a la rastra y lo clavó decididamente en el abdomen de aquél.

Me quedé impresionado, sin poder moverme. No sabía si el gaucho acabaría con todos o si huiría al acto. Me sedujo la libertad salvaje de aquél gaucho y me quedé sentado observándole. Decidí que si aquél hombre se marchaba, yo le seguiría hasta ser diluído con él en aquella suerte de la que había hablado.

Con una asombrosa tranquilidad limpió con su pantalón la sangre de Faustino impregnada en su cuchillo mientras aquél se quejaba, decrecendo, en el suelo. Para mi mayor asombro el gaucho volvió a ocupar su lugar y nos preguntó si seguiríamos jugando. Los otros dos le dijeron que no y salieron de ahí a paso veloz, mirando de soslayo que aquél hombre no les siguiera.

-- Me gustaría seguir jugando -- me dijo con una tranquilidad seductora -- pero creo que me tengo que marchar.

-- ¿Dónde vivís?

-- ¿En dónde más voy a vivir, che? En la pampa.

-- ¿Qué tan lejos?

-- Tres días.

-- ¿Peligroso el viaje?

-- Si.

-- ¿No te vendría bien alguien que te ayudara a llegar?

Sonrió. Comprendí que era un signo de aceptación. ¡Vamos! Me dijo y le seguí los pasos.

II.- "Todos los gauchos del interior son rastreadores (...) es preciso saber seguir las huellas (...) El baqueano es un gaucho (...) que conoce a palmos, veintemil leguas cuadradas de llanuras (...) Es el topógrafo más completo (...) El cantor anda (...) cantando a sus héroes de la pampa (...) (Sarmiento, 44-47)

La historia se acabó para mí aquél día. Mi viaje a la Pampa y mi conversión fue lo último, lo demás son sólo anécdotas de animales que cazé, de robos, de encuentros sexuales.

El hombre iba en su caballo, cantando. Me pedía constantemente que memorizara las canciones:

"¡Viva nuestra libertad
y el general San Martín,
y publíquelo la fama
con su sonoro clarín!
Cielito, cielo que sí,
de Maipú la competencia
se consolidó para siempre
nuestra augusta independencia." (Anónimo, 19)

De vez en cuando se paraba. Encontraba un árbol en el horizonte que contrastaba con la monotonía de la pampa y amarraba a su caballo. Yo le seguía en aquél alazán que había robado de la caballeriza de mi padre y me quedaba, con las enagüas deshechas montado sobre el caballo, sin poderme bajar. El gaucho arrancaba la hierba, la olía; sentía el aire y se ponía de frente a él, lo respiraba intentando de notar en él la paja que cubría su choza, el aroma de la madera húmeda del barril en donde comía. Se volvía a montar y proseguía.

Fueron, en total, cuatro días de camino. Habíamos topado, en el segundo, con unas huellas que el gaucho, cuyo nombre no sabía pues no parecía de relevancia, señaló con el índice izquierdo. Se volteó hacia mí y me dijo: Huellas. Caballos, unos quince. En formación. Soldados, seguramente. Los muy imbéciles no caminan en línea recta, van moviéndose poco a poco a la derecha. Creen que son todos unos exploradores. Mañana, cuando salga el sol, se habrán dado cuenta. Mientras tanto, tenemos que seguir las huellas para no encontrarles. Ya que retomemos camino, seguiremos adelante.

Llegamos ya de noche. Yo esperaba una reunión al llegar a la choza de aquél hombre, sin embargo no había nadie. Al entrar a la habitación descubrimos que había sido usada en su ausencia. Me dijo que habían sido gauchos. Que no tenía ninguna pertenencia, así que no había problema. Sacó su cantimplora y me dejó tomar un trago; él bebió el último. La mía estaba vacía; no estaba acostumbrado a la inhospitalidad de la pampa. Me mostró un rincón y me dejó dormir ahí. El viento de mayo se colaba por la entrada carente de puerta y hacía temblar mis músculos. Dormí poco, pero dormí.

Me despertó temprano y me llevó a unos kilómetros a un camino de carretera. Dejó los caballos a unos metros, detrás de unos árbustos y me pidió que me recostara en el frío y alto pastizal.

(...)

Regresamos a su choza en la noche. Nos repartimos las medicinas y él se quedó con la jóven. Se quedó con dos toretes y yo me conformé con uno, y una vaca que pensé, ingenuo, me provería de leche. Apuntó luego al horizonte y me dijo que ahí nos despedíamos, que buscara algún lugar dónde quedarme en esa dirección. Jamás le volví a ver.

(...)

Ya viejo, descubro que fueron esos momentos fuera de lo que se puede catalogar como historia los que me proveyeron cierta alegría. Sólo recuerdo, con imprecisión, aquello que les relaté y recuerdo lo que hice el día de ayer. Sin embargo, los demás detalles de mi vida aparecen mezclados en mi memoria. Todos ellos se dieron a la pampa, forman parte de ella y no de mí... forman parte de la suerte.

Recuerdo también que hace unos días fui, como lo hice varias veces en mi vida, a aquella choza donde el hombre, cuyo nombre nunca conocí, se despidió de mí un gélido día de mayo. Por primera vez la encontré ocupada. Eran un grupo de gauchos que se dedicaban, como aquél hombre, a saltear caminos y, de vez en cuando, a proveerse y violentar las ciudades. Les pregunté por un hombre que había vivido ahí hacía más de treinta años. Les dije el año aquél cuando lo ví por última vez. Ellos le describieron. Creí que aquella descripción coincidía con mi vago recuerdo. Un tal Martín, me dijeron. Ahora ya sé su nombre.

Comprenderán, entonces, que no les podré dejar vivir.