miércoles, mayo 09, 2007

El gaucho


... linda rastra, linda.
Polo Polo
I.- "... jugar a los naipes, embriagarse y robar" (Álvarez 72)

Mi nombre no importa, lo perdí aquella noche en la que, en un local de Buenos Aires, descubrí mi verdadero destino.

Yo era como cualquier otro jóven porteño de padres criollos: educado en la historia, conocedor de la ciencia, instruido en las técnicas del arte. La posibilidad de cambiar al mundo se había convertido en una obsesión para mí, y creía en la habilidad de mi pluma, en mi destreza en la ejecución musical en el piano y la guitarra. A menudo fantaseaba con vitoreos en francés, o con palabras de admiración de los más importantes próceres argentinos. La verdad era que estaba sumido en la más patética soledad. Había aún perdido la capacidad de observar y sólo obtenía consuelo de la imaginación fantasiosa. Estaba desesperado.

Era sábado, y salí del rincon de mi buhardilla para tomar rumbo a través de las calles de aquella tumultosa ciudad. Tenía trazado el camino; iba a jugar a los naipes. Los naipes ponían todo en perspectiva, eran una ironía... divertida. Teníamos, todos los que cada sábado visitábamos aquél lugar, una pericia matemática en las decisiones que se deben tomar en el juego. Así, todo era cuestion de una extrañísima energía que algunos le llaman suerte. Era lo contrario a la vida; aquí no importaba el color de tu piel o dónde habías nacido.

Entre todas las caras conocidas se escondía una en un rincón, cuyos rásgos se dejaban apenas iluminar por una luz tenue que se perdía en la oscuridad de las sombras que se proyectaban en su cara. Creo que lo que más me llamó la atención fueron unas monedas de oro, extrañísimas, que colgaban de la rastra que rodeaba su cinturón.

Aquél hombre miraba inquieto, con una especie de melancolía, la mesa donde me fui a sentar. Frotaba sus manos por un rato y luego prendía un cigarrillo. Lo consumía, lo tiraba al suelo, volvía a frotar sus manos por un rato y luego volvía a enceder un cigarrillo. Nosotros jugábamos. Terminábamos una mano y volvíamos a empezar. Domingo llevaba la delantera en las apuestas. Yo iba perdiendo dos reales; no mucho, sin embargo con ello podía comprar... ¡no sé! Un becerro tierno.

Faustino sonrió. -- Ya no podés quitarme más plata --dijo -- a menos que les quede debiendo. Yo le pago al que me preste la siguiente semana -- concluyó. La negación de todos los presentes no se hizo esperar: ¡pero es que vos estás piantao! Faustino se levantó, nos dijo que la siguiente semana nos vería y recuperaría lo perdido. Luego se marchó.

El gaucho dejó su lugar con decisión y caminó hasta nuestra mesa. Se sentó sin decir nada en el lugar vacío que había dejado Faustino y puso su peaje en el centro de la mesa.

-- Si perdés, perdés -- le dije intentando evitar algún conflicto.

-- No hay problema... yo le pertenesco a la suerte; desde cebollita me entregué a ella.

Los dos reales fueron incrementándose rápidamente. El dinero no era un problema, no me preocupaba. Pero Faustino parecía estar muy molesto; quería salir de ahí con los bolsillos llenos. Cada vez bebía con mayor desesperación. Se servía más rápido. Bebía más allá de saciarse; como si estuviera herido, como si delirara y ya no hubiera mañana.

Sólo se requirió la más mínima muestra de su enojo, la menor sugerencia envuelta en rencor.

--Debes estar haciendo trampa-- dijo. Nosotros comprendimos, nos quedamos atónitos y esperamos la respuesta del gaucho que no se hizo esperar. Golpeó la mesa con sus nudillos y le respondió que le iba a partir a piñas, que le iba a romper el horto con los puños. Faustino rió, mitad nervioso, mitad intimidante. El hombre se levantó con la naturalidad de una bestia que va a devorar a una fácil persa, se acercó a Faustino que, temeroso, no pudo ni ponerse en pié, sacó un cuchillo que tenía sujeto a la rastra y lo clavó decididamente en el abdomen de aquél.

Me quedé impresionado, sin poder moverme. No sabía si el gaucho acabaría con todos o si huiría al acto. Me sedujo la libertad salvaje de aquél gaucho y me quedé sentado observándole. Decidí que si aquél hombre se marchaba, yo le seguiría hasta ser diluído con él en aquella suerte de la que había hablado.

Con una asombrosa tranquilidad limpió con su pantalón la sangre de Faustino impregnada en su cuchillo mientras aquél se quejaba, decrecendo, en el suelo. Para mi mayor asombro el gaucho volvió a ocupar su lugar y nos preguntó si seguiríamos jugando. Los otros dos le dijeron que no y salieron de ahí a paso veloz, mirando de soslayo que aquél hombre no les siguiera.

-- Me gustaría seguir jugando -- me dijo con una tranquilidad seductora -- pero creo que me tengo que marchar.

-- ¿Dónde vivís?

-- ¿En dónde más voy a vivir, che? En la pampa.

-- ¿Qué tan lejos?

-- Tres días.

-- ¿Peligroso el viaje?

-- Si.

-- ¿No te vendría bien alguien que te ayudara a llegar?

Sonrió. Comprendí que era un signo de aceptación. ¡Vamos! Me dijo y le seguí los pasos.

II.- "Todos los gauchos del interior son rastreadores (...) es preciso saber seguir las huellas (...) El baqueano es un gaucho (...) que conoce a palmos, veintemil leguas cuadradas de llanuras (...) Es el topógrafo más completo (...) El cantor anda (...) cantando a sus héroes de la pampa (...) (Sarmiento, 44-47)

La historia se acabó para mí aquél día. Mi viaje a la Pampa y mi conversión fue lo último, lo demás son sólo anécdotas de animales que cazé, de robos, de encuentros sexuales.

El hombre iba en su caballo, cantando. Me pedía constantemente que memorizara las canciones:

"¡Viva nuestra libertad
y el general San Martín,
y publíquelo la fama
con su sonoro clarín!
Cielito, cielo que sí,
de Maipú la competencia
se consolidó para siempre
nuestra augusta independencia." (Anónimo, 19)

De vez en cuando se paraba. Encontraba un árbol en el horizonte que contrastaba con la monotonía de la pampa y amarraba a su caballo. Yo le seguía en aquél alazán que había robado de la caballeriza de mi padre y me quedaba, con las enagüas deshechas montado sobre el caballo, sin poderme bajar. El gaucho arrancaba la hierba, la olía; sentía el aire y se ponía de frente a él, lo respiraba intentando de notar en él la paja que cubría su choza, el aroma de la madera húmeda del barril en donde comía. Se volvía a montar y proseguía.

Fueron, en total, cuatro días de camino. Habíamos topado, en el segundo, con unas huellas que el gaucho, cuyo nombre no sabía pues no parecía de relevancia, señaló con el índice izquierdo. Se volteó hacia mí y me dijo: Huellas. Caballos, unos quince. En formación. Soldados, seguramente. Los muy imbéciles no caminan en línea recta, van moviéndose poco a poco a la derecha. Creen que son todos unos exploradores. Mañana, cuando salga el sol, se habrán dado cuenta. Mientras tanto, tenemos que seguir las huellas para no encontrarles. Ya que retomemos camino, seguiremos adelante.

Llegamos ya de noche. Yo esperaba una reunión al llegar a la choza de aquél hombre, sin embargo no había nadie. Al entrar a la habitación descubrimos que había sido usada en su ausencia. Me dijo que habían sido gauchos. Que no tenía ninguna pertenencia, así que no había problema. Sacó su cantimplora y me dejó tomar un trago; él bebió el último. La mía estaba vacía; no estaba acostumbrado a la inhospitalidad de la pampa. Me mostró un rincón y me dejó dormir ahí. El viento de mayo se colaba por la entrada carente de puerta y hacía temblar mis músculos. Dormí poco, pero dormí.

Me despertó temprano y me llevó a unos kilómetros a un camino de carretera. Dejó los caballos a unos metros, detrás de unos árbustos y me pidió que me recostara en el frío y alto pastizal.

(...)

Regresamos a su choza en la noche. Nos repartimos las medicinas y él se quedó con la jóven. Se quedó con dos toretes y yo me conformé con uno, y una vaca que pensé, ingenuo, me provería de leche. Apuntó luego al horizonte y me dijo que ahí nos despedíamos, que buscara algún lugar dónde quedarme en esa dirección. Jamás le volví a ver.

(...)

Ya viejo, descubro que fueron esos momentos fuera de lo que se puede catalogar como historia los que me proveyeron cierta alegría. Sólo recuerdo, con imprecisión, aquello que les relaté y recuerdo lo que hice el día de ayer. Sin embargo, los demás detalles de mi vida aparecen mezclados en mi memoria. Todos ellos se dieron a la pampa, forman parte de ella y no de mí... forman parte de la suerte.

Recuerdo también que hace unos días fui, como lo hice varias veces en mi vida, a aquella choza donde el hombre, cuyo nombre nunca conocí, se despidió de mí un gélido día de mayo. Por primera vez la encontré ocupada. Eran un grupo de gauchos que se dedicaban, como aquél hombre, a saltear caminos y, de vez en cuando, a proveerse y violentar las ciudades. Les pregunté por un hombre que había vivido ahí hacía más de treinta años. Les dije el año aquél cuando lo ví por última vez. Ellos le describieron. Creí que aquella descripción coincidía con mi vago recuerdo. Un tal Martín, me dijeron. Ahora ya sé su nombre.

Comprenderán, entonces, que no les podré dejar vivir.

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