sábado, diciembre 09, 2006

El Zahir

El espejo falso, René Magritte.

No sé si haya sido una creación mía; no sé si fue tuya; no sé siquiera si alguien lo haya creado o si apareció simplemente; quizá haya existido siempre y yo, sin buscarlo, lo encontré. Lo tenía entre mis manos, jugueteando entre mis dedos, apareciendo y desapareciendo; permanecía, sin embargo, siempre ahí, ahí en mis palmas; y yo, maravillado, lo asía sin poder soltarlo, mirándolo como si me tuviera hipnotizado.

Me embriagó entonces una sensación deleitante, unas deliciosas ansias de mostrártelo. Así comencé a correr alegre, como niño extasiado por la fantasía. Buscando estuve maniáticamente por ti para que lo vieras, para que compartieras conmigo ese elixir, ese deseo inalcanzable, esa ambrosía visual.

Saltaba los arbustos, atravesaba los parques a gran velocidad, iba de edificio a otro tratando de reconocer tu silueta. Y el viento parecía soplar más lento y los árboles carecían de movimiento.

No podía soportarlo; no podía soportar que me faltara tu presencia.

Me encontré de frente contigo, y mis ojos inquietos se sumergieron profundo en tu mirada tibia. Estaba tan emocionado que no sabía que decirte. Sonreíste burlona, tímidamente; por la expresión en mi rostro, tal vez.

-Ven—te dije—quiero enseñarte algo.

Frunciste el seño extrañada. No te tomé de la mano; temí perder lo que llevaba entre ellas. Tú parecías no poder precisar lo que contenía.

-¿Qué es?—fingiendo interés preguntaste.

-Un zahir.

-¿Qué zahir?

-Mi zahir—contesté poniendo énfasis en el mi, luego hice una pausa y continué: Todo; soy yo y eres tú y son mil caras.

-Pero ¿qué es?—desesperada preguntaste.

-Es la seducción más grande de este mundo. Es poesía sin palabras, encerradas en un cristal, encerradas en una magnífica burbuja de colores que distorsiona labios y sonrisas y miradas, y paisajes que los adornan; y cada distorsión hace más bello lo que está dentro. Es lo más hermoso que puedas ver.

-Enséñamelo—incrédula me pediste.

Abrí lentamente mis pulgares para que lo observaras, girando mis manos con cautela. Tardaste unos segundos tratando de enfocar mis palmas.

-No es nada—apática contestaste.

-Obsérvalo bien—insistí.

Tu mirada volvió hacia mis manos. Tus ojos verdes comenzaron a iluminarse y tus pupilas comenzaron a hacerse más y más grandes al mismo tiempo que tus párpados.

-Es hermoso—comentaste a soto voce, agradecida—tan hermoso que no puedo creerlo… y ¿para qué sirve?

-Para nada—mentí – pero sé que no puede haber nada más hermoso.

Nos sentamos, juntos. El viento volvía a soplar, los árboles movían sus cabezas de un lado a otro para ver de diferente ángulo lo que tenía entre mis manos. Todo lo demás estaba inmóvil. Un pétalo blanco suspendido frente a nosotros pedía inútilmente ser visto, pero sólo podíamos contemplar aquellos colores, aquellas miradas, aquellas sonrisas, labios, cuellos, sexos que se dibujaban y se transfiguraban y se desdibujaban dentro de la esfera caleidoscópica, dentro de ese pequeño círculo que parecía flotar entre mis palmas, escurriéndose por las comisuras de mis dedos, girando alrededor de ellos: creando una cálida excitación. No hablábamos. Nos acompañaba el silencioso pasto, lleno de clorofila como tus ojos.

El deber rompió el silencio; debías irte. No lo hiciste sin antes intentar quedártelo: quedarte mi zahir. Debí, probablemente, obsequiártelo.

Nunca pensé lo que dirían tus palabras que navegaron viles a mi puerto. Nunca pensé que después de compartir conmigo ese microcosmos onírico escribirías algo tan formal como aquello, aquello que decía que todo había sido producto de la imaginación.

Dejé caer el zahir. Lo volví a tomar. No sabía si enseñártelo nuevamente. Abrí la ventana y lo dejé en libertad; finalmente no era nada… no servía para nada. Mis ojos se inundaron de una terrible pérdida.

Cuando volví en mí, seguía sin tener nada.

No hay comentarios.: