sábado, diciembre 09, 2006

La llamada del fango

Puente del rey Carlos, Praga.

Pero cuando más cerca está el hombre

de la muerte, más fuerte surge en él

la llamada del fango, si su voluntad vive en él.

Mika Waltari

Fumo cuarenta cigarros al día; cuarenta cigarros al día han ido cubriendo mis pulmones de un velo pegajoso que limita sus funciones, que impide el libre paso del oxígeno a las arterias, que llena de dióxido de carbono mi sangre. Cuarenta cigarros al día sigo fumando, y seguiré fumando, pues, aunque ayer en la tarde me han entregado un papel con un nombre del cual no me quiero acordar pero que significa que tengo un cáncer maligno muy desarrollado en mi pulmón izquierdo, no me puedo arrepentir de los cuarenta cigarros al día. El hecho es que una puta cadena de ADN que sólo se puede observar a través de los microscopios más complejos se ha roto, ocasionando que las células de mis tejidos comiencen a reproducirse estúpidamente.

--Estás desahuciado—me dijeron.

--Voy a morir—pensé.

El caso es que, desde niño, siempre supe que iba a morir. Nunca pensé que fuera tan pronto. Y es que vivimos de la esperanza ante el tedio, la soledad, la infelicidad. Debo confesar que no he encontrado los motivos por los cuales la esperanza me mantenía vivo, y no pienso que, con el reloj más en mi contra que nunca, pueda llegar a encontrar ese estúpido “rayito de esperanza”.

Si antes era un iconoclasta, ahora tengo la gran necesidad de subirme a un púlpito de catedral y reclamarles a los fieles su angustia --por envidia, quizá—mostrándoles lo insignificante de sus miserables vidas. Orinar en las iglesias, exacerbar mi iconoclastia. Deseo correr desnudo por las calles gritando que la existencia es irrelevante, que la muerte se lo lleva todo… todo. Gritar que las esperanzas no valen de un carajo, que sólo traen desilusiones.

Me invade entonces una sensación física de asco; deseo vomitar, vomitar todo lo que tengo dentro… eyacular. Tomo un taxi en cualquier esquina, pues ahora los nombres carecen de sentido. Sullivan es el único nombre que quiero pronunciar. Ante los picarescos comentarios e intentos de conversación del taxista me mantengo inmutable, impasible, pensando en la soledad de un encierro que nunca conoceré; en cuatro paredes de madera forradas por dentro de tela; en esa caja mortuoria que no protegerá a mis tejidos de ser devorados por gusanos, que no protegerá mi cuerpo de la humedad que lo descompondrá. Dos años; dos años y todo ésto seguirá en movimiento. Las mismas rutinas se fundirán con otras, el caos seguirá pululando las ciudades. ¿Y yo? Yo no estaré en ningún lado. En estos momentos me invade el deseo de morir con el mundo, de compartir mi muerte.

Los faros de los automóviles comienzan a encenderse. Un abrumador desfile de luces me hace hundirme cada vez más en el duro e incómodo asiento trasero del sedán. Lo he planeado todo; en menos de un día lo he planeado todo.

Justo en el momento en que el tedio se convierte en sueño y el sueño inunda mi cuerpo con el deseo de morir ahí mismo, --de obligar al taxista a buscar un lugar solitario en donde tirar mi cuerpo inerte que, según mi imaginación, será devorado por una jauría de perros callejeros-- el hombre tras el volante, con una voz ruda, harto probablemente de mi nulo deseo a entablar conversación alguna, me dice: “ya llegamos”.

Busco en mi jean Armani, que no me sirve para nada, un frasco y una caja antes de tomar mi billetera. Dos tafiles, tres gotas de rivotril y una pastilla de viagra. Cuarenta y dos cincuenta le entrego al chofer y bajo sin miedo a la ciudad, a escrutar paso a paso las formas de cada sexoservidora.

Encuentro por fin a quien estaba buscando, encuentro por fin a una mujer que me provoque más asco que yo, que me haga olvidar el sentimiento de lástima que mis conocidos profesan hacia mí. La tomo de su suave brazo cubierto de deforme grasa y le digo: lo que quieras; quiero decir, cuánto quieras. Ella sonríe dejando entrever la podredumbre que se encuentra en medio de sus dientes. Me embriaga el olor a alcohol que ella transmite a través de su vaho cuando me responde: subamos a este hotel y ahí nos ponemos de acuerdo.

No recuerdo haber fornicado de manera tan frenética y violenta; era como si deseara vengarme del mundo a través del fuerte golpe de mi falo que se incrustaba entre sus piernas, que penetraba entre las negras arrugas de sus dos desproporcionadamente grandes labios menores. Lo más motivante fue el hedor que desprendía su vagina, pues me hacía sentir por primera vez en la vida un ser hediondo, un individuo común y muy corriente.

Para ella el tiempo era importante; necesitaba con urgencia que el preservativo se inundara de mi semen para así poder buscar otro cliente. Yo, por el contrario, quería revolcarme con ímpetu por el mayor tiempo que me fuera posible; deseaba vengarme también y olvidar los dulces comentarios sobre mi persona que se efectuarían durante el irrelevante velorio.

Fue entonces, cuando vomité sobre la mierda, que descubrí una imagen epifánica: un retrato de un puente colgado sobre la cabecera de la cama. Decidí entonces que un invento de los hombres, un pretexto a la muerte, no impediría mi propia libertad de decisión. Vi mis propiedades que no valían para nada, las sumas de dinero que había ahorrado en el banco y descubrí mi silueta en el puente del Rey Carlos que colgaba en la pared, descubrí mi silueta sostenida por un lazo que amarraba mi cuello y, por primera vez después de que me dieron la terrible noticia, me sentí contento.

1 comentario:

cieloazzul dijo...

Mierda!!!
Que cosa me ha dado éste escrito...
Navidad... eh?
cachis...
ésto ha sido un golpe bajo a mis paquetes de regalitos que aún no abro y un ahogo me desparrama....
jo...
te quiero amiga...

Perdón, pero me quedé sin aliento.