domingo, diciembre 10, 2006

Cliché


Enero en Copenhaguen y su abrazo derritió la noche entre mis dedos, llenando de primaveras el invierno.

sábado, diciembre 09, 2006

El caso de la mascarilla de ahuacate (espero se diviertan como yo escribiéndolo)

¿Yo como tú? ¿Tú como ella? ¿Ella como yo? ¿Yo omnisciente, yo omnisapiente, yo omnipresente? ¿O sólo yo? ¿O solo yo? Sola yo.

Soy yo, sola. Y mi marido se ha ido de viaje. Siempre, sin embargo, estoy sola. Mis palabras siempre me acompañan, mis palabras hacia él que no resuenan, que sólo sirven para mí, para mi sola presencia. No tengo hijos por quienes preocuparme. No tengo amigas. Me tengo a mí encerrada en esta inmensa casa. Ahora estoy más sola que nunca, sola como siempre. Y el ruido de la televisión no logra disipar mis pensamientos, no logra calmar mi tristeza. La tristeza, probablemente, es lo que me mantiene sola. Antes creía que era mi soledad la que me mantenía triste, sin embargo ahora entiendo que siempre he estado sola. Probablemente acaso no recuerde más allá de lo que mi soledad me lo permite. O es la senectud que comienza a nublar mi vista, a llenarme de arrugas lo que me impide recordar. El control en mis manos me hace recordar aquellos momentos en los cuales podía siquiera disfrutar por algunos minutos del silencio de la casa. Pero ahora estoy muy vieja para ello. Tengo miedo a la gente, pues no tengo contacto con nadie. Tantas telenovelas y películas he visto en mi vida en las cuales, a pesar de sufrir, los personajes tienen una vida plena: una vida, cuando menos. Y yo, yo no tengo nada, tengo mi soledad y punto. Tengo un viejo que ya no conozco que se acuesta junto a mí y lee hasta el cansancio, hasta quedar dormido. Parezco no existir para él.

Durante las noches como esta veo a través de la ventana, observo las ramas de los árboles menearse y, a veces, golpear contra el vidrio de mi cuarto. Me parecen siniestras. Después de verlas por un rato comienzo a tener alucinaciones sobre ruidos que provienen del primer piso, como ahora. Y los ruidos comienzan a hacerse más intensos, y comienzo a imaginar a un par de ladrones que están saqueando mi casa.

Apago la televisión y vuelvo a ponerme entonces las dos rebanadas de pepino sobre mis ojos. Sigo esperando a que la mascarilla de aguacate se seque completamente. Trato de dormir, sin embargo los ruidos comienzan a hacerse más intensos. Me quito entonces otra vez los dos pepinos y me levanto cautelosamente. Aprieto mi oído derecho a la puerta de mi cuarto, pues el izquierdo no me funciona muy bien. Me parece oír pasos en la escalera. Es difícil convencerme que es mi imaginación. Me parece haber escuchado hablar a un hombre. Le contestan. El temor invade mi pecho. ¡Ahora sí no soy yo, ahora sí no soy! Las luces de mi cuarto están, por gracia divina, junto a la puerta.

Camino velozmente, a tientas, con las puntas de los pies hacia mi baño, donde tengo un perfecto escondite. Hablan muy fuerte. Seguramente están en el cuarto de visitas o entraron a la biblioteca de mi marido. Abro el closet con ansias. La puerta me golpea fuertemente en la frente. ¿Habrán escuchado el golpe? Parece ser que no; hablan muy fuerte. Se oye el caer de objetos que tiran de mesas o de qué se yo al suelo. Sólo espero, espero sola. Estoy sola como siempre. Mi marido no está. Mi marido no está. ¿Qué puedo hacer? Solamente esperar. Espera, espera y probablemente no busquen en el closet. ¡Va a ser el primer lugar donde van a buscar, soy una estúpida! No puedo salir, ya no puedo salir; tengo mucho miedo. Tengo que llamar a un médico, probablemente estoy descalabrada; tengo toda la cara y el vestido mojado pero no puedo ver nada. La puerta se abre, una tenue luz se cuela por debajo de la puerta de mi escondite.

-¡Pinche gente, qué pendejadas compran!

-Checa bien en el bureau de en medio.

¡Por dios, aquí están! ¡Están adentro! Se acercan, se acercan. Creo que vienen para acá. Que no se les ocurra abrir el closet, que no se les ocurra, por favor.

-Busca en el closet; estas pinches ricas siempre esconden sus collares en el closet.

-Pásame la llave por si lo tengo que forzar.

Una sombra oscurece la luz que se cuela bajo la puerta. Jalan la puerta y esta se abre. Sólo puedo gritar. Esos dos hombres a los cuales no puedo ver bien también gritan. Uno de ellos sale corriendo del cuarto y se escucha bajar a toda prisa las escaleras. Observo la bolsa que traía con todo lo hurtado. Una bolsa blanca, parece ser. Cambio mi mirada hacia el hombre que está frente a mí mientras continúo gritando frenéticamente con mis palmas de las manos hacia arriba. El no habla, ya no grita, no dice nada. Ahora lo puedo precisar borrosamente. Está presionándose con su mano izquierda el pecho y con la diestra se toma el hombro. Parece ser que no puede respirar. Va encorvándose cada vez más hasta caer al suelo. Se retuerce, levanta la mano derecha en señal de ayuda. Tengo que hablar a la policía. A una ambulancia para que me atiendan, para que lo atiendan.

Dos meses después de lo sucedido estoy ahora en un horroroso ministerio público siendo acusada de asesinato.

Idilio de un esquizofrénico ante un cadáver


Edouard Manet, Olympia.

Le pregunté en primer lugar por qué los

embalsamadores blasfemaban incesantemente

y se peleaban por los cadáveres de las mujeres

no pensando más que en su pasión carnal (...)

Ramose me dijo: (…) no causan mal ni

perjuicio alguno al cadáver, puesto que el

cadáver está frío y no siente nada, pero

cada vez se hacen daño a sí mismos

porque vuelven a caer en el fango.

Mika Waltari

La tarde continuó lluviosa. Las gotas diagonales golpeaban suavemente la ventana, besándola arrítmicamente. Mientras los árboles del camellón de la Rue Deschamps reclamaban los golpes con un interminable murmullo, él pasaba su pluma cautelosamente por el papel, intentando no perder la consecución de ideas que formarían una historia lógica para su personaje.

Llevaba días de desvelo en busca de una personalidad y de un contexto ante el cual enfrentarla. Sus esfuerzos parecían en vano mientras hojas arrugadas llenaban todos los basureros de su pequeña casa victoriana.

A pesar de los tantos principios, las luchas que ferozmente emprendía contra las primeras hojas eran inútiles; siempre era derrotado.

Necesitaba salir, sentirse real, dejar de ser un personaje de su propia ficción; necesitaba un nombre, un apellido, un “Comment ça va, messieur Julio?” Sin embargo los designios del hado parecían confabular en su contra. ¿A quién culpar? ¿A Démeter, a Tláloc? Es, seguramente, su mala suerte –o al menos es lo que el escritor cree— ¿No será a caso sólo cuestión de los azares del clima?

Su sexo: húmedo y blando. Mis dientes fantasean con morder sus labios, tomar sus ingles por debajo con mis pulgares, apretarlos por arriba con mis índices; hacer un pequeño movimiento circular con mi lengua alrededor de la perla íntima de su deseo: de su clítoris. Y el timbre de su voz obstaculizada por su pecho que se subyuga al placer del mágico e irresistible cosquilleo.

-María—me atrevería a preguntarle-- ¿Cuál es tu nombre?

- María es mi nombre.

- ¿Desde hace cuánto te conozco?—contestaría alejando mi boca de su sexo.

-Tú no me conoces.

Ella no cambia y nunca lo hará; ni siquiera en mi imaginación. Sé que haría una pausa para preparar mi estrategia.

-¿Hace cuánto, pues, te visito?—insistiría.

-Hace ya algunos años.

-¿Y hace cuánto que te dije lo que siento por ti?— nuevamente intentaría de obtener mi propósito.

- Ese no es mi problema—apática contestaría, sin cerrar las piernas.

-¡Pero claro que es tu problema!—furioso la trataría de convencer.

-Yo—comenzaría a responder con un lenguaje sutilmente irritante—lo considero gajes del oficio.

- Pero… ¡Carajo! Sólo quiero saber tu verdadero nombre—exclamaría imperativamente—Si no me lo dices—le advertiría—hoy no te pago.

-Entonces tienes un problema.

El caso es que, ni en mis fantasías eróticas con María –mi querida prostituta— logro poder eyacular. El conflicto que me contagian mis personajes – o, mejor dicho, mis intentos de personajes—a llegado a tal punto que invaden mi vida real; ya no es la ficción esa libertad que me permitía, por momentos, llegar a sentirme feliz. Es ahora un frasco de clonazepam el que me permite mantener la felicidad al alcance de mi bolsillo.

La llamada del fango

Puente del rey Carlos, Praga.

Pero cuando más cerca está el hombre

de la muerte, más fuerte surge en él

la llamada del fango, si su voluntad vive en él.

Mika Waltari

Fumo cuarenta cigarros al día; cuarenta cigarros al día han ido cubriendo mis pulmones de un velo pegajoso que limita sus funciones, que impide el libre paso del oxígeno a las arterias, que llena de dióxido de carbono mi sangre. Cuarenta cigarros al día sigo fumando, y seguiré fumando, pues, aunque ayer en la tarde me han entregado un papel con un nombre del cual no me quiero acordar pero que significa que tengo un cáncer maligno muy desarrollado en mi pulmón izquierdo, no me puedo arrepentir de los cuarenta cigarros al día. El hecho es que una puta cadena de ADN que sólo se puede observar a través de los microscopios más complejos se ha roto, ocasionando que las células de mis tejidos comiencen a reproducirse estúpidamente.

--Estás desahuciado—me dijeron.

--Voy a morir—pensé.

El caso es que, desde niño, siempre supe que iba a morir. Nunca pensé que fuera tan pronto. Y es que vivimos de la esperanza ante el tedio, la soledad, la infelicidad. Debo confesar que no he encontrado los motivos por los cuales la esperanza me mantenía vivo, y no pienso que, con el reloj más en mi contra que nunca, pueda llegar a encontrar ese estúpido “rayito de esperanza”.

Si antes era un iconoclasta, ahora tengo la gran necesidad de subirme a un púlpito de catedral y reclamarles a los fieles su angustia --por envidia, quizá—mostrándoles lo insignificante de sus miserables vidas. Orinar en las iglesias, exacerbar mi iconoclastia. Deseo correr desnudo por las calles gritando que la existencia es irrelevante, que la muerte se lo lleva todo… todo. Gritar que las esperanzas no valen de un carajo, que sólo traen desilusiones.

Me invade entonces una sensación física de asco; deseo vomitar, vomitar todo lo que tengo dentro… eyacular. Tomo un taxi en cualquier esquina, pues ahora los nombres carecen de sentido. Sullivan es el único nombre que quiero pronunciar. Ante los picarescos comentarios e intentos de conversación del taxista me mantengo inmutable, impasible, pensando en la soledad de un encierro que nunca conoceré; en cuatro paredes de madera forradas por dentro de tela; en esa caja mortuoria que no protegerá a mis tejidos de ser devorados por gusanos, que no protegerá mi cuerpo de la humedad que lo descompondrá. Dos años; dos años y todo ésto seguirá en movimiento. Las mismas rutinas se fundirán con otras, el caos seguirá pululando las ciudades. ¿Y yo? Yo no estaré en ningún lado. En estos momentos me invade el deseo de morir con el mundo, de compartir mi muerte.

Los faros de los automóviles comienzan a encenderse. Un abrumador desfile de luces me hace hundirme cada vez más en el duro e incómodo asiento trasero del sedán. Lo he planeado todo; en menos de un día lo he planeado todo.

Justo en el momento en que el tedio se convierte en sueño y el sueño inunda mi cuerpo con el deseo de morir ahí mismo, --de obligar al taxista a buscar un lugar solitario en donde tirar mi cuerpo inerte que, según mi imaginación, será devorado por una jauría de perros callejeros-- el hombre tras el volante, con una voz ruda, harto probablemente de mi nulo deseo a entablar conversación alguna, me dice: “ya llegamos”.

Busco en mi jean Armani, que no me sirve para nada, un frasco y una caja antes de tomar mi billetera. Dos tafiles, tres gotas de rivotril y una pastilla de viagra. Cuarenta y dos cincuenta le entrego al chofer y bajo sin miedo a la ciudad, a escrutar paso a paso las formas de cada sexoservidora.

Encuentro por fin a quien estaba buscando, encuentro por fin a una mujer que me provoque más asco que yo, que me haga olvidar el sentimiento de lástima que mis conocidos profesan hacia mí. La tomo de su suave brazo cubierto de deforme grasa y le digo: lo que quieras; quiero decir, cuánto quieras. Ella sonríe dejando entrever la podredumbre que se encuentra en medio de sus dientes. Me embriaga el olor a alcohol que ella transmite a través de su vaho cuando me responde: subamos a este hotel y ahí nos ponemos de acuerdo.

No recuerdo haber fornicado de manera tan frenética y violenta; era como si deseara vengarme del mundo a través del fuerte golpe de mi falo que se incrustaba entre sus piernas, que penetraba entre las negras arrugas de sus dos desproporcionadamente grandes labios menores. Lo más motivante fue el hedor que desprendía su vagina, pues me hacía sentir por primera vez en la vida un ser hediondo, un individuo común y muy corriente.

Para ella el tiempo era importante; necesitaba con urgencia que el preservativo se inundara de mi semen para así poder buscar otro cliente. Yo, por el contrario, quería revolcarme con ímpetu por el mayor tiempo que me fuera posible; deseaba vengarme también y olvidar los dulces comentarios sobre mi persona que se efectuarían durante el irrelevante velorio.

Fue entonces, cuando vomité sobre la mierda, que descubrí una imagen epifánica: un retrato de un puente colgado sobre la cabecera de la cama. Decidí entonces que un invento de los hombres, un pretexto a la muerte, no impediría mi propia libertad de decisión. Vi mis propiedades que no valían para nada, las sumas de dinero que había ahorrado en el banco y descubrí mi silueta en el puente del Rey Carlos que colgaba en la pared, descubrí mi silueta sostenida por un lazo que amarraba mi cuello y, por primera vez después de que me dieron la terrible noticia, me sentí contento.

El Zahir

El espejo falso, René Magritte.

No sé si haya sido una creación mía; no sé si fue tuya; no sé siquiera si alguien lo haya creado o si apareció simplemente; quizá haya existido siempre y yo, sin buscarlo, lo encontré. Lo tenía entre mis manos, jugueteando entre mis dedos, apareciendo y desapareciendo; permanecía, sin embargo, siempre ahí, ahí en mis palmas; y yo, maravillado, lo asía sin poder soltarlo, mirándolo como si me tuviera hipnotizado.

Me embriagó entonces una sensación deleitante, unas deliciosas ansias de mostrártelo. Así comencé a correr alegre, como niño extasiado por la fantasía. Buscando estuve maniáticamente por ti para que lo vieras, para que compartieras conmigo ese elixir, ese deseo inalcanzable, esa ambrosía visual.

Saltaba los arbustos, atravesaba los parques a gran velocidad, iba de edificio a otro tratando de reconocer tu silueta. Y el viento parecía soplar más lento y los árboles carecían de movimiento.

No podía soportarlo; no podía soportar que me faltara tu presencia.

Me encontré de frente contigo, y mis ojos inquietos se sumergieron profundo en tu mirada tibia. Estaba tan emocionado que no sabía que decirte. Sonreíste burlona, tímidamente; por la expresión en mi rostro, tal vez.

-Ven—te dije—quiero enseñarte algo.

Frunciste el seño extrañada. No te tomé de la mano; temí perder lo que llevaba entre ellas. Tú parecías no poder precisar lo que contenía.

-¿Qué es?—fingiendo interés preguntaste.

-Un zahir.

-¿Qué zahir?

-Mi zahir—contesté poniendo énfasis en el mi, luego hice una pausa y continué: Todo; soy yo y eres tú y son mil caras.

-Pero ¿qué es?—desesperada preguntaste.

-Es la seducción más grande de este mundo. Es poesía sin palabras, encerradas en un cristal, encerradas en una magnífica burbuja de colores que distorsiona labios y sonrisas y miradas, y paisajes que los adornan; y cada distorsión hace más bello lo que está dentro. Es lo más hermoso que puedas ver.

-Enséñamelo—incrédula me pediste.

Abrí lentamente mis pulgares para que lo observaras, girando mis manos con cautela. Tardaste unos segundos tratando de enfocar mis palmas.

-No es nada—apática contestaste.

-Obsérvalo bien—insistí.

Tu mirada volvió hacia mis manos. Tus ojos verdes comenzaron a iluminarse y tus pupilas comenzaron a hacerse más y más grandes al mismo tiempo que tus párpados.

-Es hermoso—comentaste a soto voce, agradecida—tan hermoso que no puedo creerlo… y ¿para qué sirve?

-Para nada—mentí – pero sé que no puede haber nada más hermoso.

Nos sentamos, juntos. El viento volvía a soplar, los árboles movían sus cabezas de un lado a otro para ver de diferente ángulo lo que tenía entre mis manos. Todo lo demás estaba inmóvil. Un pétalo blanco suspendido frente a nosotros pedía inútilmente ser visto, pero sólo podíamos contemplar aquellos colores, aquellas miradas, aquellas sonrisas, labios, cuellos, sexos que se dibujaban y se transfiguraban y se desdibujaban dentro de la esfera caleidoscópica, dentro de ese pequeño círculo que parecía flotar entre mis palmas, escurriéndose por las comisuras de mis dedos, girando alrededor de ellos: creando una cálida excitación. No hablábamos. Nos acompañaba el silencioso pasto, lleno de clorofila como tus ojos.

El deber rompió el silencio; debías irte. No lo hiciste sin antes intentar quedártelo: quedarte mi zahir. Debí, probablemente, obsequiártelo.

Nunca pensé lo que dirían tus palabras que navegaron viles a mi puerto. Nunca pensé que después de compartir conmigo ese microcosmos onírico escribirías algo tan formal como aquello, aquello que decía que todo había sido producto de la imaginación.

Dejé caer el zahir. Lo volví a tomar. No sabía si enseñártelo nuevamente. Abrí la ventana y lo dejé en libertad; finalmente no era nada… no servía para nada. Mis ojos se inundaron de una terrible pérdida.

Cuando volví en mí, seguía sin tener nada.

AGAPI MU

Leda y el cisne, Tintoretto.

La frescura lunar se cuela entre las cortinas. Las ansias subyugan mi cuerpo ante su deseo y mis manos se diluyen en tus mejillas mientras el espacio entre tu cara y la mía va estrechándose. Las puntas de mis dedos, líquidas se deslizan; mis índices se detienen justo debajo de las comisuras de tus labios. Los meñiques, con pequeños y lentos círculos, te acarician la parte posterior de tus lóbulos. El movimiento de mis labios a los tuyos se detiene por un instante para permitir que mi tacto bañe tu cuello, recorra tus hombros, tus brazos y se conviertan en un cosquilleo en tus muñecas. Y siguen recorriendo por tus palmas hasta que nuestros dedos se entrelazan. Mi boca, entonces, roza con sutileza a la tuya. Mi labio superior queda entre tus labios y tu labio inferior entre los míos. Un instante de éxtasis pleno obliga a nuestras mandíbulas a dejarse guiar por los impulsos, a entreabrir los dientes y permitir que las lenguas hablen por nosotros, jueguen a vencer el miedo que les provoca un lugar ajeno, vayan adquiriendo confianza mientras pícaras tocan sus puntas.

Eres tú quien ahora vence el temor, eres tú quien se atreve llegar más adentro de mí, a intentar inútilmente de envolver mi lengua en la tuya. Entonces mis manos adquieren valor y toman la piel de tus caderas, y la van frotando hasta posarse en tu espalda baja, hasta encontrarse, hasta reposar sobre tus glúteos.

Aprieto tu cuerpo contra el mío, con fuerza, tratando de fundir los dos en uno sólo. Te deslizas hacia abajo y te separas; el colchón de la cama llama concupiscente a tu espalda. Me esperas. Te recuestas y me esperas mientras yo me deshago de mi camisa. Y la espera es infinita, y las ganas exacerban tu mirada y mis manos se apresuran y mis ansias me apuñalan. Y me recargo con ambas manos en el borde de la cama. Mis besos recorren tu cuerpo húmedo y desnudo, y ahora es mi lengua la que desea envolver a la tuya.

Me observo. Con los ojos abiertos nos reflejamos en las lágrimas que van brotando de nuestras miradas. Y yo me ahogo feliz en tu cielo, en tu mar, en el calor de tu mirada que derrite mi carne entre tu piel y me sumerge en un suspiro dentro de tus poros. Y me bebo la ambrosía de tu alma mientras tú bebes el elixir de la mía. Y yo, cazador nocturno, soy la espuma del mar en donde ha nacido Afrodita.