jueves, marzo 30, 2006

¿Cuántos kilómetros cuadrados tendrá el D.F. y el área conurbada?. Es increíble que aún siendo un valle de gran dimensión, vea a la ciudad como una prisión; me siento como si viviera en una diminuta celda. Estoy seguro que es la densidad de población y el sublime desorden que pulula en las calles que no permite la libertad de movimiento, que es esa capa grisácea (roja brillante por las noches) que oculta la luna y las estrellas (esas que supo meterme en el último tramo del tracto digestivo), el cemento tan caliente y frío que envuelve; que es todo esto lo que forma el gran imán del stress que no nos permite liberarnos del martirio de vivir aquí, de ser unos prisioneros de la burocracia, unos prostitutos del tiempo. ¿Cuánto cuesta su tiempo?.
Pachuca, la bella airosa (pinche ciudad tan fea y desértica), se extendía bajo la montaña por la cuál transitábamos; pronto ya había quedado atrás y la sierra hidalguense apenas comenzaba. El trayecto comenzaba por el corredor de la montaña, de un verde contrastante con el desierto que acabábamos de pasar, de diversas vegetaciones; bosque, praderas... --Muy bien-- dijo mi madre.--Estás manejando bien; vengo tranquila-- concluyó mientras, al volante de la camioneta Odissey, su narrador rebasaba un "full" maderero que era remolcado por un tractor Frightliner. Al pasar junto al chofer, protocolariamente doy un pitido de agradecimiento que no es respondido pues la noche llegará en cinco horas todavía.
De pronto, el corredor de la montaña se convierte en desierto nuevamente y se ve, a unos cuatro kilómetros enfrente, el otro lado del cañón que hay que atravesar a continuación. Hay un río que lo divide y, de donde estábamos al río, hay que bajar unos mil metros de curvas medianamente peligrosas; pasando dos puentes y el río (dividido por una isla) es cuando la carretera se convierte en un "curverío de la chingada". Hay que volver a subir y continuar subiendo hasta que el desierto se convierte en selva; de desierto a selva, así de contrastante. La verdadera sierra hidalguense sigue a continuación, llena de peligrosas curvas, a través de pueblos a orillas de las montañas, sobre ellas, a mitad de ellas; tan bello como aquél despertar que tuve hace dos años en medio de los valles alpinos, junto a un lago. Suerte que no encontramos tanta neblina y pudimos disfrutar de la carretera.
Hay una casita de adobe justo antes de una curva, veinte minutos antes de llegar al hermoso pueblo de Molango, donde una familia de "inditos" tiene en fila junto a la carretera una serie de sillas, mecedoras y otros muebles de madera de una estética digna de admiración. Junto a la casa hay un árbol de plátanos que se sitúa en medio de los carpinteros y sus vecinos (las únicas dos casitas en kilómetros). No hay soledad; soledad en el D.F., pues ellos tienen al platanero y sus canicas, y a doscientos metros abajo pasa un riachuelo donde Juanito ha visto dos veces a la "llorona", un riachuelo donde pescan bagres. Y cuando Pacheco se aburre se pone a andar en su bicicleta (que se la regaló un turista al que no le entendía lo que decía hace ya un año) por la carretera, y a veces llega hasta Molango; José y "Tinito", por su parte, se pierden en el "monte" cuando el tedio les gana y regresan solamente encontrando la carretera. No se sienten solos, pues están los cantos de los cotorros y los ruidos de los coches en la noche, los vecinos, el platanero y la llorona, y las brujas que se tumban haciendo un nudo con un hilo... y no vuelven a volar.
En Molango saqué mi celular y, con disgusto, observé que no había recepción; tenía que pedirle a mi hermano.
La camioneta comenzó a derrapar de las llantas traseras en casi todas las curvas y a hacer extraños movimientos al rebasar.--Estás manejando muy brusco.-- comenzó a chingar mi mamá.
--Siento la camioneta rara.-- me justifiqué.
--A veces así se siente.
Veinte kilómetros más tarde rebasé a una velocidad de ciento cuarenta kilómetros por hora a una camioneta. El chofer de la pickup comenzó a lanzarme las luces altas y a pitarme. Me paré justo junto a tres casitas que estaban a un lado de la carretera.
--No me diga, ¿tengo ponchada una llanta?.-- pregunté.
--Sí.
Después de buscar la llanta y las herramientas que estaban escondidas entre los asientos delanteros y de en medio, debajo del tapete, yo mismo quité la llanta y puse la otra que parecía más bien de bicicleta; acabé exhausto, pues el gato hidráulico era ¡una mierda!, pero ya hacía varios días que no hacía ejercicio y mis músculos parecían estar adormilándose y llenándose de calambres. Mi madre dio diez pesos a un "hombrecito" que quiso ayudar para obtener propina, pero que sólo vio cómo hacía yo todo y conversamos un poco; fue con él cuando comencé a hablar con mi verdadera voz, cuando comencé a ser yo. ¿Será la prisión de concreto?.
Junto a la vulcanizadora había una pequeña cachimba, atendida por una señora de unos sesenta años y un niño con parálisis cerebral. Conversé sobre mi hermano el "trailero" y sobre los accidentes en carretera mientras comía mis deliciosas quesadillas y mis bocolitos.
Tendría que pasar Huejutla y el Higo, y casi llegando a Tamuín (alrededor de las nueve de la noche) le escribiría un mensaje al celular de mi hermano: PUEDES CONSEGUIRME MEZCALINA?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

eres na mierda no critikes si no sabes. putos chilangos no pueden salir de su ciudad porke piensan ke todo lo ke ven es naco o fuera de su onda. el pendejo ke escribio sobre esto no sabe

Enrique Aburto dijo...

Mmmm... No estoy criticando nada. Lo único que he criticado en este capítulo es la ciudad de Pachuca que, en mi opinión, sí es bastante fea --no más, sin embargo, que el DF. Segundo; no soy chilango pues, aunque llevo ya algunos años viviendo en el DF, soy de Tamuín SLP. Nunca dije que algo era naco o fuera de su onda; al contrario, en el primer párrafo digo que vivir en la ciudad es "un martirio" y comparo, posteriormente, la sierra hidalguense con "el mejor despertar que he tenido en mi vida" en los alpes suizos.

Te recomiendo que lo vuelvas a leer detenidamente y sin prejuicios hacia los que vivimos en este valle de lágrimas, pues el principal tema de la novela que intentaba, en aquellos años mozos, escribir, era el de un joven capitalino frustrado que encontraba la alegría de vivir en provincia. Es bucólico y ama a la provincia sin prejuicios.


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