lunes, abril 10, 2006

El ruido del motor de las camionetas que pasaban por el camino de grava a través del portón me sustrajo de mi letargo; eran las diez de la mañana, me decía mi madre a gritos. Mis amigos iban llegando a la cita del medio día y yo, todavía con la baba seca en mi cachete derecho, salí al pasillo a saludarlos de lejos y en calzones.
--Me voy a bañar—les dije, sabiendo que, mientras tanto, Flavia les prepararía unas quesadillas o unos tacos de bistec.
Tomé un pantalón de mezclilla, unos calzones de licra y una playerita azul y me metí a la regadera. Esperé a que el agua saliera caliente, aplicando la misma rutina de las cubetas de agua, y me bañé apresuradamente, sin repetir el que se convertiría en un habitual juego del abecedario. Al salir me calcé unos calcetines y los tenis rojos de siempre que me había comprado en Buenos Aires y salí a la cocina.
Mis amigos me estaban esperando en la mesa mientras desayunaban unos bisteces; Towy (el gordito de rasgos toscos y pendientes en ambas orejas; “Towy boy”) , Caballo (el que se escondía detrás del humo del cigarro) , Manuelito (Skreetch), Paquito (al que le dijeron que se parece a Ben Affleck pero que ni él se la cree) y Choche. Mi hermano también estaba ahí, pero él no iría a las peleas de gallos que se efectuarían en el corral que está al final del rancho, junto al río, pues la borrachera del día anterior, aunada a los dos días sin dormir en su viaje a León y la gripa que adquirió al pasar por el desierto de Matehuala, lo obligarían a quedarse en cama.
Me volví a subir a la lobo blanca doble cabina, Intocable volvió a sonar, haciéndome olvidar aquella noche de pasión cobijada bajo el Réquiem de Mozart, y partimos hacia el corral.
Vi por entre los dos asientos delanteros y a través del parabrisas las camionetas estacionadas y un ruedo hecho de estacas y sacos vacíos. Con ansiedad revisé mi cartera; en el monedero no había nada... ¡cien pesos en billetes de cincuenta! ¿Sería que la suerte me sonreiría nuevamente?

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