domingo, abril 09, 2006

Era el segundo día que estaba con mi hermano en Tamuín; la noche del primero la habíamos pasado jugando videojuegos en la farmacia de Soto hasta que el trino de las aves anunció el amanecer, pero hoy tomaríamos esos veinte kilómetros de la carretera panamericana que separan a mi pueblo de Ciudad Valles; iríamos a la fiesta de Bere, mi compañera de la primaria en el Instituto de la Paz; un colegio de monjas que me convirtió en ateo.
Debido al mal funcionamiento del estéreo y, en general, de toda la camioneta Xterra de mi hermano partimos, como siempre, en la lobo doble cabina blanca del papá de Skreetck. Íbamos los de siempre, más uno; al volante Manuel, famélico, alto, de pelo chino y pelirrojo, tez blanca, cara de niño, con su camisa vaquera verde; Towy de copiloto, con su barriga chelera, papada, estatura media, pelo negro cortado casi a rape, rasgos toscos, dos pendientes colgándole de las orejas y su camisa vaquera a cuadros rojos; Caballo estaba sentado junto a la ventanilla izquierda fumando un Marlboro, la nube azul que sacaba de su boca ocultaba sus facciones en la oscuridad de la noche que se hacía aún más sombría a través del denso polarizado de la camioneta, pero sabía que tenía barba de candado y sus cejas pobladas y que, además de mí, era el único que no llevaba botas ni cinturón vaquero ni camisa vaquera; Mi hermano estaba en medio de Caballo y de mí.
--Nada más falta el payaso—bromeé al pasar en la camioneta frente a la fiesta.
--Hoy Café Rock es gratis—intentó de persuadir Caballo.
Antes de que Skreetch apagara la camioneta yo ya había abierto la puerta y salido a saludar a mis compañeros de primaria. Nales me ofreció una silla junto a él, justo a la mitad de aquella mesa formada de cuatro mesas. Lo primero que noté fue la gordura que tenían todos; yo había bajado veinte kilos y parecía que ellos los habían subido.
--¿De qué la rolas, loquillo?—me preguntó Cholas, el más gordo de todos; prieto, de un pelo negro tieso. Había sido el portero del equipo de fútbol durante toda la primaria.
--Estudio actuación en el CEFAC—le dije intentando haciéndole entender a través del tono que ya lo había repetido mucho y que no me agradaría entrar en esa conversación; no funcionó.
Mientras se alejaba la camioneta de Manuel, con todos sus tripulantes (menos yo) dentro, las preguntas continuaron; yo sabía que sus dioses aparecían en la televisión y, probablemente, a algunos me los topaba en los pasillos de Azteca Digital y me provocaban náuseas. Intenté de no responder las preguntas, de buscar otra conversación, sin embargo parecía que él quería saber más, que quería envidiarme y burlarse de mí; a mi me parece sumamente desagradable esa envidia burlona.
–Son un asco de personas, la mayoría de ellos; corrientes, putos (de los que se venden); un asco de personas, güey—le decía –además todos se ven bien bonitos pero es puro maquillaje y fotoshop; ¡hasta tú te verías guapo, cabrón!. Esa es la verdad; las viejas que ves en las revistas (con las que te masturbas) no son así, tienen estrías y celulitis y... finalmente te masturbas con un pedazo de plástico—concluí. Berenice y sus tres amigas voltearon a verme al decir esto último; los tíos de Bere, dueños de la casa donde estábamos, me miraron con reprobación.
--¡Güey, cuida tus palabras!—me pide Nales, el fantasma de aquél niño que gritaba histéricamente: mis ovarios; después de recibir un balonazo en la entrepierna cuando tenía trece años.
Finalmente decidí que lo mejor sería, para llevar la conversación a otro lado, comenzar a burlarme de la profesión a la que Cholas se dedicaría; estaba estudiando en la escuela naval en Veracruz.
--¡Uy!—le dije – con tres meses en alta mar y un traje de marinerito y te vas a volver puto, cabrón—concluí; todos rieron, incluyéndolo a él. Luego cambié de estrategia, le expliqué lo que pasaría cuando llegaran a un puerto europeo, donde los vieran como seres exóticos y ellos vieran a las mujeres como exóticas; a Cholas le divirtió mucho platicar sobre ello y el conflicto que se había generado a través de la envidia se evaporó entre el vaho de las risas.
--Pues aquí ya fue, ¿no?—dijo Choche, que había adquirido su apodo en la primaria a partir del baterista del grupo “Bronco”, pues ambos tienen la misma complexión física; una barriga que parece salvavidas.
--¿Al Café, o qué?—les pregunté a todos.
--Nombe, güe; está muy caro. Podemos ir al Wash, a la rueda o a mi casa, si quieren—me contesta Chupa, que recibió su apodo gracias a aquél mito televisivo que favoreció a apartar las miradas mexicanas de la devaluación que venía y que sucedió a mediados de la década de 1990.
Tomé el celular y le marqué a mi hermano; el comprendió perfectamente cuál era el “Wash”.
Aquél lugar era una banqueta de una callecita que partía de la avenida principal; el Wash estaba a media cuadra de la avenida; era un auto lavado, un Car Wash en donde la policía municipal nos permitiría tomar, debido a que las dos amigas de Bere conocían al dueño. No habría problema, así que estacionamos los coches y las camionetas, Manuelito puso Intocable a todo volumen en su estéreo (que era el mejor de los que habían ahí) y todas las hieleras se empezaron a abrir. Reíamos y bebíamos cerveza, todos en círculo; yo bailaba y hacía divertirse aún más a los que estaban ahí, pues ninguno se atrevería a bailar.
Pompín, que nos había alcanzado con su hermano Chema en el “Wash” nos pidió si podíamos llevarlo hacia “El Cambalay”, un antro de streaptease que hay en las afueras de Valles, pues tenía que recoger en su casa a una “vieja” con la que “quería”; Manuel accedió y nos volvimos a meter en la camioneta los mismos que veníamos de Tamuín, más uno: Pompin; luego dos al subirse su amiga.
Ahora, como no cabíamos bien, Towy iba de copiloto y yo iba entre Towy y Manuelito. Yiyo me pidió que pusiera a los “Cumbia Kings”; yo accedí; me dieron unas inexplicables ganas de bailar y comencé a mover mi cuerpo de un lado para el otro dentro de la camioneta. Pasamos junto al Café Rock; no había mucha gente así que no nos detuvimos. Yo sabía que bailando era la mejor manera de conseguir una mujer en Cd. Valles, pues nadie bailaba; mi hermano conseguiría a las mujeres y yo bailaría con ellas. Pero no iríamos a Café Rock; seguiríamos bebiendo en el “Wash” hasta que se hubiera acercado el plazo que nos puso mi madre para regresar, a las tres y media de la madrugada.

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