sábado, abril 22, 2006

Las ramas del orejón, con sus relativamente pocas hojas, cubría de los rayos del sol al ruedo y a la casi centena de espectadores que presenciaban parados sobre la tierra vega lo que sucedía dentro del ruedo. La temperatura ascendía hasta los casi cincuenta grados centígrados a la sombra y la humedad era demasiada, un poco más que lo habitual en esa zona debido a la cercanía del río Tampaón; demasiado para permitir que las camisas de todos y cada uno de los presentes no se empapasen de sudor. Yo estaba parado sobre las puntas de mis pies buscando, entre dos cabezas, con la mirada a uno y otro gallo mientras la mona los aporreaba antes de la pelea.
--Cincuenta al del lado derecho, güey—le dije a Manuelito.
El Skreetch giró su cabeza a la derecha para ser aconsejado por Towy, que tiene fama de tener “buen ojo pa los gallos”. Con los brazos cruzados, Towy asintió con la cabeza y dijo unas palabras a soto voce que no pude escuchar claramente e, inmediatamente después, Manuel volvió a voltear hacia su izquierda y me miró por un par de segundos tratando de escudriñarme, resolviendo si creer en mi intuición o en la de Towy; luego sonrió.
--Yo pongo veinticinco y Towy los otros veinticinco—respondió --¿Te parece bien?.
--Se ve más corrioso el tuyo, pero verás cómo el “Tyson” es como vampiro el cabrón—hice un silencio como queriendo crear un suspenso en Manuel—se va a ir directo a la yugular el hijo de la chingada—terminé de decir haciendo énfasis con pausas en el ritmo y exagerando el acento norteño.
Una voz metálica chillona, de fumador, resonó en mis tímpanos, era el juez que estaba justo en el centro del ruedo pintando imaginariamente una línea con la mano; “puestos quince”, dijo.
Los amarradores llevaron sus gallos de su regazo al suelo y, al soltarlos, los animales inclinaron su cuerpo hacia delante, erizaron las plumas del cuello y se dirigieron velozmente a atacar a su contrario. Saltó primero el gallo giro que pertenecía a la esquina roja, milésimas de segundo después saltó el verde, su rival. Bailaron por un lapso de aproximadamente dos segundos, agitando sus alas en el aire y entrelazando sus patas; el “Tyson”, el del color rojo, clavó en ese salto por primera vez su navaja, en el ala izquierda de su rival. Cayeron ambos de pie y apenas sintieron la tierra entre sus patas y volvieron a saltar y a suspenderse en el aire, ahora por menos tiempo. Otra vez “mi” gallo hirió a su contrario pero ahora en el pecho y, debido al impulso que llevaba hacia delante, lo tiró dejándolo con la espalda en el suelo. Lo pisó varias veces pero no volvió a clavar su navaja; pasaron un par de minutos y sólo se observaban el uno al otro; uno parado a dos centímetros de la cabeza del otro.
--¡Ya mátalo, Tyson!—grité desesperado—¡Ahí lo tienes! ¡A la yugular, a la yugular pendejo!.
La gente me observó; algunos en gesto de reprobación, otros con una sonrisa de complicidad en la cara y también hubo quien soltó una carcajada.
--Lo bueno es que es de él el rancho—dijo Paco a Manuelito en tono irónico, burlesco – porque si no ya estarían madreándolo.
Pareció como si el ave de corral hubiera comprendido mis palabras pues se lanzó sobre el cuello del otro gallo. La pata izquierda cayó justo donde debería para matarlo, sin embargo la otra (en la que tenía amarrada la navaja) falló por muy poco, por milímetros consideré yo. Lanzó en el suelo el gallo verde una patada con la pierna izquierda y luego una con la derecha que se clavó a mitad del pecho, dio un veloz y extraño giro a su lado izquierdo y se cambiaron las posiciones; ahora estaba el animal que me podía hacer ganar cincuenta pesos debajo del otro, ahora estaba, sin embargo, con una navaja atorada en el pecho.
-- ¡Ya ves, pendejo; por no matarlo cuando lo tenías “de pechito”!... te tumbaron con un “upper cut” bonito—grité frenéticamente mientras los galleros inmovilizaban a sus pupilos y uno de ellos tomaba la pata derecha del animal, sacando con precisión quirúrgica la navaja de entre la carne del pecho de su inversión para no cortarlo más.
--Puestos quince—volvió a anunciar el juez con su penetrante voz.
Volvieron a saltar y a danzar en el aire, y “mi” gallo volvió a penetrar con el filo de su navaja el cuerpo de su contrincante.
De la única herida que había recibido comenzó a brotar mucha sangre, goteaba a intervalos de poco menos de un segundo y se estrellaba en el suelo comenzando a crear un pequeño charco. Se vieron fijamente, frente a frente, pero no se atacaron. Finalmente “Tyson” se sentó moribundo.
El juez pintó con su dedo índice de la mano derecha una línea entre los dos gallos mientras sentaban al moribundo y levantaban su pico haciendo erguir su cabeza con la esperanza de conseguir que el tiempo se terminara y siguiera con vida; faltaba todavía mucho tiempo.
El amarrador no quiso sólo parar a su gallo, esperando que el de su rival tocara suelo con el pico, y lo “mandó”. Lo último que “Tyson” vio fue el brillo del reflejo de un rayo de sol que se colaba entre el árbol que cobijaría su muerte en la navaja de la pata de otro gallo y, con la cabeza en alto, su sistema nervioso paró sus funciones en un instante.
--Todavía me quedan cincuenta—pasándole un billete le dije a Skreetch—y en los gallos es en lo único que tengo suerte. Vas a ver que voy a salir ganando.

2

--¿Cuánto tienes?—le pregunté a Paquito.
--Pues yo pongo veinticinco—contestó.
-- Ya con eso juntamos doscientos. Vas a ver que ese gallo va a ganar; se ve bien corriosillo—le dije mientras miraba de soslayo al larguirucho de sombrero y barba de candado con el que apostaríamos la siguiente pelea.

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