sábado, abril 01, 2006

Me bajé de la camioneta Colorado de Chema y saqué de la cajetilla de Camel´s que había podido conseguir en Cd. Valles el último cigarro. Skreetch, El Towy y Caballo estaban entrando por el portón; el estruendoso bajo de las canciones de Pesado en el estéreo de su camioneta llegaban nítidamente a mis oídos. Todos menos José Manuel y yo estaban embotados. Caminamos lentamente junto a la pista de carreras de caballos. --¿Va a haber carreras?--pregunté. --Seguro hubo, pero ya acabaron-- me contestó Manuelito; eran más de las diez de la noche. Sentía duras piedras de graba debajo de mis pies mientras caminaba a través de un camino custodiado por camionetas pickups estacionadas a sus orillas; la fiesta debería de estar llena, seguramente habría muchas mujeres.
Un trío nos esperaba detrás de un graderío; Tocaban corridos acompañados de su guitarra, de su acordeón, de su tolo loche y de la voz del guitarrista. Cada vez que los amarradores terminaban de sujetar las navajas a las patas derechas de los gallos, el trío callaba y salía la mona para provocar a los contendientes. Creo que sólo la luna volteó a ver una vez a los músicos, luego les hizo saber su juicio con indiferencia, yo seguí su ejemplo.
Volteé a mi alrededor, miré hasta el fondo donde estaban haciendo zacahuil, miré todas las mesas, las gradas y las sillas alrededor del ruedo; no había ninguna mujer de mi edad; pura señora casada. Sentí que una mano me tocaba el hombro y giré mi cuerpo noventa grados a la izquierda; las amigas de Chema habían llegado por el mismo lugar por el que nosotros habíamos arribado: entre el graderío. Miré sus ojos perversos, sus ojos deseosos de ver vellos púbicos frente a ellos observándose a través de los míos. Bajé mi mirada a su nariz, ansiosa por meter su punta entre una densa selva de chinos negros; luego la miré toda, sonreí fingiendo y, evitándola, volví a poner mi atención en la pelea de gallos. --Me encanta ver cuando el gallo vuela y la gente sale corriendo-- le dije a Manuelito con el propósito de evitar a toda costa a la mujer que tenía a un lado.
--¡Debería usted ver por su partido en lugar de estarle importando las cosas que digan los otros partidos!-- le dijo un viejo de sombrero (que tenía pinta de caporal) que, al parecer, ya había bebido bastante tequila a un ranchero que estaba en primera fila en las peleas. Aquél político de pueblo (de esos que creen que Aristóteles fue un futbolista brasileño) sólo tomó su brazo e hizo un gesto de aprobación.
--¡Ya sienten a ese borracho!-- se escuchó desde el graderío.
--¡Chingas a tu puta madre, cabrón!-- respondió el viejo.
Un hombre bajó del graderío y amenazó con los golpes al viejo que no vaciló en responder su amenaza con otra; los golpes no llegaron.
El juez, un hombre de escasa cabellera blanca que combinaba con la guayabera que llevaba puesta, pintó una raya entre los dos galleros e hizo una seña con la que les dio la orden de soltar a sus animales. Los cuerpos de ambos gallos se inclinaron hacia adelante al tocar el suelo, echaron sus alas hacia atrás, erizaron las plumas de su cuello, observaron a su rival directamente, como fijando el preciso lugar donde acertarían el golpe e, inmediatamente, sus patas comenzaron a hacer avanzar sus cuerpos. Al estar a una distancia de casi dos metros, brincó primero el gallo color rojo (ambos gallos eran casi idénticos) que había sido soltado por el amarrador que estaba justo enfrente de mí y agitó sus alas para permanecer más tiempo en el aire y darle tiempo a sus patas para poder levantarse lo suficiente y dejarlas caer con mayor fuerza sobre el pecho del gallo verde. Aquél, a pesar de saltar después, saltó aún más alto y agitó sus alas más fuerte, suspendiéndose sobre tierra por más tiempo; fue la primera vez que el rojo sintió una navaja abriéndose paso entre sus plumas para luego atravesar su piel. Con el pecho herido, intentó huir de la pelea volando; yo lo ví volar cuarenta y cinco grados alejado de mí y, recordando mi entrenamiento corporal, me lancé en un salto de tigre para alejarme. El gallo quedó parado cual loro dentro de su jaula sobre la ruleta que estaba junto al hombre que anunciaba las peleas y a los ganadores de las rifas que se jugaban en aquella ruleta... mientras Towy, Caballo, Chema y, sobre todo, Manuelito, me tiraban carrilla por el "oso" que había hecho. El gallero tomó al anima por la cola y luego lo abrazó por debajo de las patas. El juez hizo la señal de que había huido; una vez más y la pelea acabaría. En la siguiente envestida, aquél que había intentado escapar tuvo un golpe de suerte y acertó el único navajazo que recibió en su vida el otro gallo; callo muerto, sus últimos reflejos lo llenaban de espasmos. --Alguien tráigame una estaca--feliz gritó el triunfante amarrador. Skreetch ne volteó a ver de reojo --suerte la tuya--pensó: luego metió su mano a la bolsa, sacó su cartera y de su cartera un billete de veinte pesos y me lo dio. Sonreí; era la primera vez que ganaba en el juego
Vi un vaso de cerveza volar y a dos borrachos golpearse. --No están en su rancho--gritó alguien que estaba junto a mí; yo reí. Aquella era la señal de que debíamos partir.

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